
Nos quedamos en:
- Tenga, señorita Teresa.
Y a mí, se me subieron de pronto a la cara todos los colores del mundo, no pude articular ni un simple gracias, y no sé como mantuve la tina viva, pues estaba en tal estado de pavitud, que no se me cayó de las manos de puro milagro.
- ja,ja,ja,ja, !ay abuela!, ¿y de verdad eras tan pava?
-Si hija, era pava, pava... con quince años estaba en plena edad del pavo, y, como dice tu madre, me faltaban unos cuantos hervorcitos.
Y nos pusimos las dos a reírnos a más no poder de aquellos amores que ponían colorá y mudita al mismo tiempo. Nos entró la risa floja, y así, entre risas, le pregunté a mi abuela:
- ¿Y que pasó, porque no seguirías pavita siempre, no?
Ella, todavía riendo me contestó:
- Pues el pavo aún me duró Inés, no creas que se me quitó a la primera de cambio, que no, pero, lo que son las cosas y la vida, hija, aquel amor primero fue breve, y me duró lo que se dice un suspiro, un suspiro al aire, y se acabó.
No sé explicarlo, pero sí que le noté a mi abuela un tono tremendamente nostálgico cuando recordaba aquel amor suyo por Fermín.
- La primera que se dió cuenta de todo fue mi tata. A Anselma era imposible que se le pasara por alto nada de lo que ocurría en la casa, fuera donde fuera -dentro, en los ultramarinos, o en el colmao-,... lo llevaba tó pa´lante.
Una mañana que salimos las dos a la plaza a comprar, me soltó a bocajarro:
"Andate con ojo niña, que como tu madre se entere se arma la marimorena, y muy capaz es de llevarte a un internao, fíjate lo que te digo Teresa... niña, no juegues con fuego. Fermín es un buen mozo pero viene de la inclusa, y tu padre tiene posibles... hazme caso por dios, que ese muchacho no es para tí, y deja los amores que todavía eres mu mocita, que ya vendrá un pretendiente en condiciones. No corras tanto, que hay tiempo pa tó".
Y ésto, me lo repetía infinidad de veces cada vez que estábamos las dos solas. Yo, no le decía nada, la escuchaba y la comprendía y tenía cuidado, pero mi madre, se terminó por dar cuenta de la situación, y de la noche a la mañana, sin darme explicación alguna, me hizo la maleta, y ella y yo nos fuimos para Carmona, a la casa de mis tías.
No tuve siquiera oportunidad de despedirme de Fermín.
Mis tias Engracia y María Jacinta eran hermanas de mi madre, las dos vivían juntas en la casa familiar, solas, rodeadas de recuerdos y de santitos por todos los rincones. Se pasaban la vida metidas siempre en casa, de la que solo salían para ir por la mañana a misa, y por la tarde de visita al convento de Las Descalzas, donde profesaba Sor Remedios, una cuñada de la tía María Jacinta.
El resto del tiempo lo pasaban limpiando, cuidando las macetas y las flores de patios y balcones, bordando, y rezando el rosario... ya ves Inés, una vida muy pía, y de lo más atractiva para una joven de quince años que lo que ansiaba era explorar la vida y descubrir los misterios del mundo, me decía mi abuela con marcado retintín.
-¿Y cuánto tiempo estuviste en Carmona con tus tías?, le pregunté yo mientras cogía la mano de mi abuela, en señal inequívoca de solidaridad con su desgracia.
- Estuve todo el verano, hasta pasada la vendimia, tiempo más que de sobra Inés, para comprender que, en la Sevilla de 1.951 una muchacha no se podía enamorar de cualquier mozo, sino solo, del que fuera conveniente para la familia según su fortuna y situación social.
Y lo aprendí Inés, vaya si lo aprendí... fueron meses amargos los que pasé enclaustrada en Carmona con mis tías, con la angustia de no saber cuando iba a volver a mi casa, e incluso si volvería, llorando y añorando a cada instante mi cuarto, mi cama, mis libros, mi tata, mis amigas, mi madre, mi padre, mi hermano, mi casa... vaya si lo aprendí Inés, ya lo creo que lo aprendí, que a la fuerza ahorcan.
Y cuando mi madre, casi a últimos de septiembre volvió a por mí, fui feliz, feliz de volver a verla y a abrazarla, feliz de salir del cautiverio y recuperar mi vida, feliz de volver... no hizo falta que mi madre me dijera ni media palabra, porque desde mi retorno, ni por un asomo se me ocurría a mí entrar en los ultramarinos o en el colmao, no volví a pasar por su lado, ni a verlo ni a hablarle.
- !Jolín abuela, qué triste!
- Sí hija, pero ya te he dicho que a la fuerza ahorcan, y no quería ni pensar que volvieran a llevarme a casa de las tías, a mí misma me había jurado cien mil veces, no dar pie a volver a la casa de Carmona.
- ¿Y qué fue de él?, pregunté tímidamente yo.
- Pues él estuvo tres años trabajando en mi casa, luego se marchó al servicio, lo mandaron a Ceuta, y allí perdimos su rastro. Supongo que seguirá con su vida, flijate Inés que yo siempre creí que como muerta, tendría todas esas ventajillas de los espiritus, ya sabes, lo de ir de acá para allá tranquilamente y sin que nadie te vea, enterándote de todo lo de los vivos, pero no, no es así hija, no creas que es fácil entrar y salir de este mundo, aparecer y desaparecer... sigo sin saber nada de aquel Fermín de mis años mozos.
Lo que sí que te digo es que siempre que pensé en él, lo imaginé trabajando en su propio ultramarino, casado y feliz en Ceuta, un lugar que aún hoy, se me antoja exótico y lejano.