
Desde que Elisa viera de niña aquella película en el cine de verano de su pueblo, Robin Hood saltó literalmente de la pantalla a su corazón, y desde entonces, ya siempre estuvo presente en su vida; bien es cierto que no de una manera física y real, pero sí como aquel con quien hablaba en voz baja de sus ilusiones, de sus miedos, de sus glorias y de sus miserias, aquel a quien consultaba sus decisiones y a quien sentía día a día a su lado, aquel con quien comparaba a todos, aquel que jamás la abandonó, y el único que de verdad la conocía de veras.
Y es que !cómo no llevar en el torrente sanguíneo a alguien tan generoso, tan resuelto, tan gallardo, tan cautivador... ya tratando a todas las mujeres como damas, ya robando a los ricos para repartir el botín con los pobres, ya aceptando a su lado a todo el que quisiera ser libre, sin importar lo más mínimo su pasado!, !era imposible no llevar a un hombre así en el corazón!, !imposible!.
E igual que estaba segura de la existencia de Robin, la misma seguridad tenía en que debía existir un lugar como el bosque de Sherwood, un lugar diferente, donde ser libre, donde vivir sin pasado, donde respirar, donde susurrarle a la vida... y tenía que encontrarlo, o al menos... intentarlo.
Como siempre, sentía a Robin cerca, a su lado, y puesto que don Alvaro seguía dormido a pierna suelta, Elisa decidió reacomodarse en la cama volviéndole la espalda, por lo que metió un brazo debajo de la almohada, puso el otro encima, y comenzó a hablar:
- Robin, ya te lo conté el otro día, quiero tener un niño, quiero tener mi barriga y mi bebé, siento un algo que me hace desearlo por encima de todo, por encima incluso de la casa rosa... no me importa tener que marcharme, bueno, sí que me importa, ya sabes Robin que aquí estoy bien, muy bien, que no me falta de nada y que tengo dinero para todo, pero es que me importa más el niño, quiero tenerlo Robin, siento deseos de parir y no puedo evitarlos.
Ya sé que tendré que irme de aquí, pero, puedo irme a Alicante con mi hermana, vivir en su casa, cuidar del Robert y del Marcos, planchar, fregar, barrer... mientras me crece el bombo, y cuando nazca el niño, buscarme un trabajo -otro trabajo- ¿no crees Robin que con mi hermana estaré bien?, ¿a que sí?, y total, tampoco necesito tanto, cama y comida, porque parir es gratis en la Seguridad Social, y ya le buscaremos al niño la cunita y la ropita de sus primos.
Y en este monólogo entre si misma y Robin Hood estaba, cuando el campaneo del ángelus despertó a don Alvaro, cortando de inmediato sus cuitas y conminándola al ejercicio de su papel:
- Buenos días mi cherí, ¿que tal ha dormido mi osito, eh?, ¿quieres que te traiga el desayuno mi amor?.
Y un don Alvaro bostezante y desperezándose, tocándole las tetas con ternura, le contestaba que lo de siempre, que un café solo y panecillos Bimbo con mantequilla y mermelada de ciruela.
Elisa, salió de la cama, se puso una bata y se marchó abajo a por el desayuno. Antes de cerrar la puerta y salir de la habitación, se giró pícara hacía don Alvaro para lanzarle un besito mientras se ajustaba el cinturón de su bata, después de todo, ella era una puta y nobleza obligaba, el trabajo es el trabajo, y siempre debía estar bien hecho.
Por las escaleras, iba hablando con Robin de parir un hijo, cerrar una página, dejar de ser puta y pasar a ser madre... al llegar a la cocina, la escena de dentro curiosamente la sorprendió, una escena que por otro lado era de lo más habitual y de la que ella misma había participado un sin fin de veces, sin embargo, esta vez se quedó callada e inmóvil en el quicio de la puerta, observando como algunas de sus compañeras trajinaban tazas, copas, exprimidor, cafetera, tostadora... preparando cansinas el desayuno de sus cada quien, mientras unas a otras se preguntaban por lo bajini, para no alertar a doña Rosa que se tomaba un té mientras leía el periódico en el saloncito de al lado, que cómo les había ido la noche y qué que tal se les presentaba el día.
Elisa las fue observando una a una: todas jóvenes, todas hermosas, todas con preciosas batas de alta lingerie, y todas suspirando porque llegara un día un hombre que las jubilara... un hombre, antes de que el tiempo y la edad las apartara de la casa rosa. Era un brindis al sol, sí, pero pese a todo, era esa ilusión última que jamás decae y que precisamente te sustenta, y apoyada en la puerta, no podía sino sentir amargura, mucha amargura del eterno brindis al sol de sus compañeras de oficios y sacrificios.
Antes de entrar a la cocina, volvió la cabeza hacía un Robin inexistente pero al que sentía presente y a su lado, le dió por mirarse a sí misma un instante, y un chispazo de ironía le estalló por dentro, de esa ironía que te arranca de cuajo risas y llantos a un tiempo. Las demás, habían ido saliendo con sus bandejas de desayunos y la cocina, se había quedado muda e inerte como un trasto inútil.
En silencio, Elisa se dispuso a trajinar tazas y cafetera y tostadora... y su cabeza hablaba, le hablaba, ya no podía evitarlo, hablaba de un hijo, de treinta y tres, de cerrar un capítulo, de ir en busca del bosque de Sherwood... sí, porque resulta que ella lo sabía, que en el fondo siempre lo supo, que cuando se es puta, es muy conveniente tener un Robin Hood que te acompañe hasta encontrar tu sitio, que una misma es la única dueña de todo su mundo, y que la voluntad siempre deja pequeños a los brindis al sol.