lunes, 23 de mayo de 2011

la luna y la niebla



Cuando mi hermana me lo dijo por teléfono me quedé sin respirar un instante, no me lo esperaba, y aún mucho después sus palabras seguían resonandome machaconas: "mamá tiene demencia senil", -demencia senil- -demencia senil-, y no se me quitaba de la cabeza.
Es cierto que arrastraba desde hacía tiempo manías, pero ¿quien no tiene manías con la edad?, ¿quien no se queda absorta y desorientada, perdiendo la noción del tiempo con setenta y pico años?, ¿quien a esa edad no se le olvidan las cosas?... ! los años no pasan en balde, señores: no pasan en balde!

Recuerdo de niña que mi madre era para mí mi espacio, mi mundo, mi referencia, mi todo. Luego, la vida te va independizando, y vas soltando amarras de esos lazos indelebles y que sin embargo nos siguen uniendo siempre, y aún más allá del siempre.

Recuerdo que me gustaba ir en verano por la mañana temprano a comprar con ella a la plaza, me gustaba -y me gusta-, el sabor especial y único de los mercados, con sus puestos de verduras perfectamente colocadas cual orquesta cromática que extasiaba los sentidos, los puestos de pescao llenos de boquerones, sardinas, mojarritas, jureles, rosadas, calamares... y sus titulares pregonando en alto con gracia y desparpajo " boquerones de La Caleta, mujeres, llevárselos que están vivos", "¿y mis sardinas?, gloria bendita que son hoy mis sardinas", "mojarritas, pijotas, calamares... mira que se salen, vivitos que están mis calamares niña, y baratos, que hoy los tengo casi regalaos"... y así, puesto tras puesto, oyendo el pregón de tanta delicia.

Recuerdo que en el puesto de Tomás mi madre siempre compraba cerezas, y yo, le pedía que me diera dos en ramito para ponérmelas de pendientes. Tomás o su hijo me cogían de la caja dos pares de cerezas gordas y colorás, unidas, y me faltaba tiempo para colocarme un par en cada oreja, y así volvía a casa, con pendientes de cerezas.
Ya en casa, recuerdo me gustaba mirar cómo mi madre colocaba estructuralmente la compra en el frigorífico, la fruta lavada en el frutero, y cómo limpiaba el pescado... hipnóticamente la miraba mientras ella, con suma destreza le quitaba la cabeza y las tripas a los boquerones, en la radio, sonaban aquellas canciones del verano, y poco a poco, el papel de estraza se iba llenando de cabezas decapitadas de boquerones victorianos...

Ahora, me es imposible esbozar todos estos recuerdos de entonces sin sentir ternura y dolor, me invade una profunda tristeza... estoy, como una ballena varada, sola en la playa, esperando a que la luna haga subir la marea, mientras en el horizonte, cae densa la niebla.



lunes, 9 de mayo de 2011

blanca y radiante



doña Matilde

Días antes de la boda ya estaba hecha un flan, los nervios me comían y no me dejaban dormir... como platos los ojos por la noche, Inés.
Lo que más me preocupaba era que aunque yo estaba enamorada de mi novio, tu abuelo, no tenía ni idea de en qué consistía el asunto.

- ¿El asunto?, pregunté yo.

Y mi abuela, se me quedó mirando con cara de póquer y sin responderme, por lo que tuve que insistir:

- ¿Qué asunto, abuela?

- Pues el asunto, qué asunto va a ser Inés, el asunto... lo qué iba a pasar en la noche de bodas una vez estuviéramos los dos solos en la casa.
Que de verdad me dió la risa cuando vi a mi abuela, yo diría que colorá y achoradita perdía, por aquella ignorancia respecto a su noche de bodas... ja,ja,ja,ja, !anda que había que ser pava para no saberlo!, y así se lo solté:

- !Que pava abuela!

- Pava pero pava, me respondió ella... una auténtica pavita de Nochebuena, hija.

Las dos nos reímos bastante, y, tras ésta complicidad, seguí indagando:

- ¿Y cómo te enteraste... de lo del asunto?

- Por doña Matilde; menos mal que vino a verme la tarde del día antes de la boda para traerme el espigo, ya sabes, el regalo, y ella fue quien me lo dijo.
Doña Matilde había sido mi maestra desde chica, yo le tenía un enorme cariño, mucho respeto, y hasta diría que incluso veneración, !qué gran maestra que era, Inés!, !cuánta ternura y cuánto tesón enseñando a leer!, y !cómo se le alegraba la cara cuando preguntaba algo en la clase, y todas levantábamos la mano porque lo sabíamos!.

Yo notaba a mi abuela muy emocionada mientras recordaba a su maestra, tanto, que no sé en que momento me cogió la mano, y así, con mi mano entre las suyas permanecí escuchándola... sus manos, aquellas manos huesudas y arrugadas pero cálidas siempre, aquellas manos que todas las Semanas Santas me hacían pestiños y torrijas y por las navidades, patitos de mazapán.
Y estaba mi abuela contándome lo de su maestra, cuando de pronto me llamó mi madre: "Inés, baja por favor", yo le contesté con un "ahora voy mamá" mirando hacía la puerta, pero al volver la vista hacía donde estaba mi abuela, ella ya no estaba, con esa habilidad que solo pueden tener los difuntos, mi abuela había desaparecido. No se porqué, pero instintivamente, me llevé a la nariz la mano que hasta hacía un instante había estado junto a las de ella, y mi mano, olía a canela, a aceite, a cáscara de limón, a matalauva y ajonjolí...

!Ummmmm, olía a mi abuela!.


* Fragmento de "La abuela Teresa"