jueves, 30 de septiembre de 2010

de como las manzanas son arrastradas al suelo por la ley de la gravedad


Bartolomé Esteban era un ser desgraciado desde que perdió el trabajo, perdió su casa y, como carambola a tres bandas, perdió también a su mujer.
Se llamaba así, con un nombre tan sonoro y grandilocuente en honor a Murillo, el pintor de las Inmaculadas, de idéntico nombre, y aunque familiarmente todos lo conocían por Bartolo, sus íntimos sin embargo lo llamaban Bart, como el Simpson, con el que desde luego y a pesar de que era un dibujito, tenía muchos más pareceres que con el pintor.

Su tiempo, -desde que cerrara la fábrica donde trabajaba él y medio pueblo-, era un impenitente peregrinar desde la taberna a su casa y de su casa a la taberna, unas veces sobrio, otras achispado, otras medio sonámbulo y dando tumbos, y todas, intentando conseguir llenar de alguna manera esas interminables horas del día a día de un parado, de un apestado -como decía él-, porque pensaba, que sin duda debía de expeler algún olor diferente y desagradable el que se levanta y no trabaja, y encima ya ni intenta buscar trabajo, cansado de que amigos, conocidos y familiares se le cambien de acera a su paso por las calles, le vuelvan olvidadizos la cabeza, no le cojan el teléfono, y en general, se hagan los longuis, los suecos, los turcos... sí, era molesto tener un cuñado apestado, un amigo apestado, un vecino apestado, un compañero apestado, y él, era un apestado: el apestado del 3º A... se sentía así, como un apestado, tocado y hundido, sin salida ni esperanza, como esas manzanas que la Ley de la Gravedad inexorablemente las tira a la tierra y se pudren.
En todos sitios era un apestado, lo era incluso en el bar de Pepe, aunque allí, al menos, parecía que no olía tanto, pues la taberna de Pepe era el lugar donde siempre, tarde o temprano, terminaban por aglutinarse todos los apestados como él.

Nunca le interesó la política, pero ahora, con ésta jodida crisis a cuestas, su principal ocupación entre cerveza y cerveza era el despotrique al gobierno local, autonómico y nacional, y detrás del gobierno: los bancos, usureros sin la más mínima misericordia ni compasión... y entre trago y trago, que si el Alcalde dice que nones, que si el Ministro dice que siques, que si el Consejero de Empleo dice que ni nones ni siques, que si la crisis, que si Huelga General, que si reclamemos nuestro derecho al trabajo, y, ¿acaso sabían el alcalde, los ministros, los consejeros, los sindicalistas... lo que es estar parado, jóder?, ¿habían acaso sido alguna vez apestados como él?.

Y entre idas y venidas de su casa al bar y viceversa, venidas e idas que le deshilachaban poco a poco jirones de ánimo y de dignidad, se paraba en seco en la calle y para sí mismo, -como hablan siempre los apestados, solo para sí mismos- pues, ¿a quien va a importar lo que dicen si no importan a nadie?, para sí mismo, soltaba su retahíla:

- ¿Para qué?, ¿huelga mañana para qué?, ¿para qué gritar, para qué seguir?, ¿para qué mañana?, ¿para qué jóder, para qué?... ¿y pasado, y el otro, y el otro?, ¿cuánto tiempo más?, ¿cuánto más, jóder?, !jóder!.

Arrancó el paso, pero el movimiento, curiosamente, le soltó más que nunca boca y lengua, y sólo, calle abajo, más achispado de la cuenta y con algún problemilla para mantener el equilibrio, iba Bartolomé Esteban consigo mismo y su retahíla del para qué y el porqué y cuanto tiempo más. Nadie se detuvo a su paso, nadie parecía verlo ni oírlo, y por supuesto, nadie estaba al tanto de su plegaria.

Cuando llegó a su casa, en vez de buscar como siempre cama y siesta, decidido comenzó una recolecta, una bastante especial: una recolecta de botellas de alcohol... abría armarios y cajones y cogía de aquí y de allá... coñac, brandy, vino, anís... y cuando consideró que la cosecha ya era suficiente, se sentó en su sillón orejero donde le gustaba dormir la mona y las siestas, poniendo delante mismo, en la mesita del salón, todas aquellas botellas recolectadas... blancas, opacas, esbeltas, rechonchas, casi todas medio vacías... y las miró, las miró como quien las mira por primera vez, y junto con la mirada de asombro, una risilla hilarante apareció en su cara, la risilla del que sabe que el corazón se duerme suavemente con un coma etílico. Ceremonioso como en una boda, comenzó a abrir las botellas y a servirse chupitos, y, como en un ritual de altos vuelos, cada trago llevaba aparejado su brindis:

- !Brindo por la puta crisis, jóder!

y alzaba su copa, sin más eco que sus propias palabras que se iban desvaneciendo en el aire denso de las cuatro paredes de su salón.

- !Por el trabajo!... ja,ja,ja,ja... !por la reforma laboral de los cojones!, !por Zapatero!...

Y cada vez los brindis eran más y más variopintos e inesperados:

- !Por la verbena de San Mateo!, !por el camino del puente!, !por la Asun, cachis en la mar!, !por el Rafa!, !por el Migue!, !por...

Tres días después, los vecinos lo encontraron tendido en el suelo, tieso, frío y muerto, pero sonriendo.


Querid@s este relato lo escribí hace días, no lo he modificado, está tal cual lo redacté... pensaba publicarlo al principio de la semana, pero, respetando los sentimientos y convicciones de cada quien, y, puesto que este 29-S estaba convocada una Huelga General, lo he aplazado hasta finalizada la misma. Ya os digo de antemano que carece de intención, y que solo quiere expresar el mundo de un parado, de un parado que está cansado de pedir trabajo, cansado de esperar, cansado de promesas, cansado de la crisis, cansado, muy cansado, y que siente que cada vez va cediendo más y más la rama del manzano, y que le espera la tierra que lo pudrirá.
Mil besitos gordisísimos a tod@s

viernes, 17 de septiembre de 2010

dejame que te cuente


Querid@s, la reincorporación después de las vacaciones me ha sido costosa, (!que deciros!, cuesta seguir el ritmo frenético de los demás compañeros de la oficina que ya llevan diecisiete días de trabajo tras sus vacaciones de agosto, y cuesta coger la rutina de la vuelta al cole de los hijos y de sus horarios), por otra parte, el tomar las vacaciones partidas me ha permitido este año, saborear septiembre, en donde todavía hace buen tiempo, aún los días son largos y, donde viajar es dulce porque no vas atropelladamente, ya sabéis, es la simple relación de oferta y demanda... -sigue la oferta, pero hay muchísima menos demanda, por lo que mejora desde el precio hasta el servicio-. Así pues, decididamente he de deciros que me ha gustao veranear en septiembre, el único "pero" (si es que puede ponerse algún perillo), es lo que os comentaba antes, que es un pelín más costoso coger el ritmo a la vuelta, pues todos los demás están reincorporados y tú no, y claro, corre que te pillo a to meter... pero se supera, claro que sí. Ya practicamente integrada, os dejo este relato que espero que os guste y, me pondré en contacto con vosotr@s que, de ésto último tengo un monazo que ni pa qué.

Soledad Gamboa tenía un nosequé en la mirada que la hacía especial, diferente, y que como la cara y la cruz de una misma moneda, atraía tanto como te provocaba un repelús de frío gélido que te desarmaba por dentro y te recorría el cuerpo de arriba a abajo.
Su mirada, las más de las veces era una mirada ausente, no obstante otras, se terciaba inquietante, heladora e incluso terrorífica.

Los más viejos del lugar relataban de higos a brevas, nunca prodigándose demasiado, del sino desgraciado de las Gamboa.
Los jóvenes, sin embargo, o bien no creían en tales zarandajas, o bien pasaban de comprender algo absolutamente fuera de toda lógica.
Pero lo cierto y verdad es que algunas de las mujeres Gamboa no parecían ser como las demás, ni como las demás del pueblo, ni como las demás de este mundo: de belleza racial desde la cuna, apenas desarrollaban se convertían en hembras voluptuosas, de pechos grandes y firmes, caderas bien plantás, talle fino, labios frondosos y embriagadores y un contoneo sinuoso al andar que para toda criatura, ya fuera hombre o mujer, era imposible no seguir con la mirada y hasta incluso salir detrás de ellas cual si succionados por imanes poderosos.

Indudablemente -y esto estaba fuera de toda duda- algunas Gamboa, no todas, eran diferentes. Por eso, cada vez que alguna de ellas estaba encinta, un rumor se extendía de inmediato por el pueblo recorriéndolo de punta a punta, casa a casa, generando ansiedad y estupor, y haciendo vivir al pueblo entero pendiente de un hilo hasta el alumbramiento; ni que decir tiene que nadie jamás ponía su mano en la tripa de una Gamboa durante la preñez de ésta, como era costumbre hacer con las demás embarazadas del pueblo: esa mano en el vientre, simbolizaba calor y acogida a la nueva criatura que se gestaba, así como deseo de buen parto a la madre que habría de traerla al mundo.
Con las Gamboa sin embargo, se quebraba la costumbre, nadie se atrevía a ponerles la mano en la barriga no fuera a venirle alguna calamidad, porque la criatura de dentro fuera una de esas Gamboa diferentes. Ellas, que por supuesto lo sabían, tampoco acostumbraban a salir de su casa durante los meses de preñez, para evitar el estupor y aquellas miradas mitad esquivas mitad inquisitoriales de la gente.

La inquietud generalizada aumentaba según se acercaba la fecha del alumbramiento. Si finalmente nacía un varón, se le imponía el nombre del padre, o del abuelo, o del tío, o de algún familiar más o menos lejano; pero si era niña, la criatura nacida quedaba un año sin nombre y bajo la tutela de la matriarca del clan, que había de observar si aquella niña era o no especial y, en consecuencia, imponerle el nombre que le correspondiese -nunca igual al de su madre o su abuela o ninguna otra mujer Gamboa-, siempre, un nombre diferente.
Por eso, cuando Soledad Gamboa nació no tenía nombre, no lo tuvo hasta un año más tarde, no lo tuvo hasta que Aralia Gamboa, su bisabuela y vieja matriarca, reunió a la familia, la cogió en brazos, y mirándola a los ojos, dijo para todos: esta es Soledad Gamboa.
Solo entonces se supo como se llamaba, y solo entonces supieron que era una Gamboa de las diferentes, una Gamboa especial... pues, si durante ese año transcurrido bajo tutela de la bisabuela Aralia, ésta no hubiera apreciado ninguna cualidad especial en su onceava biznieta, Soledad no se hubiera llamado Soledad Gamboa, sino Soledad Martín Gamboa, pues solo las Gamboa especiales prescindían del apellido paterno y no ostentaban otro apellido que el del clan: Gamboa.

Y la niña Soledad fue creciendo, con una mirada especial, una mirada dulce y amarga que era capaz de desatar en los demás hechos verdaderamente inauditos. Así sucedía desde chica, cuando alguien -animal o persona- la trataba mal, ella lo miraba fijamente, sus ojos se encendían, y el desafortunado/a, jamás volvía a pronunciar palabra... de nada valía que acudiese al médico, pues ni el más afamado otorrino tras examinar al menesteroso, alcanzaba a entender porqué el paciente no hablaba, ni qué cosa podía suceder en su garganta y cuerdas vocales -en perfecto estado-, para no emitir sonido alguno, por lo que, no tenía otro diagnóstico que el de pura testarudez, simple deseo de quedarse mudo transitoriamente.
Mas la transitoriedad diagnosticada jamás cedía ni el interfecto jamás recuperaba su voz, por más médicos que visitase, más remedios que atendiese, más plegarias que rezase, o más gestos de súplicas que le hiciera a las Gamboa.

Todos en el pueblo conocían el rumor, era un secreto a voces que la mirada de Soledad Gamboa podía dejarte mudo para siempre, pero ésto, no detuvo a Gregorio Olalla que, desde hacía meses babeaba por ella, y su mirada de deseo insolente se clavaba en Soledad nada más poner los pies fuera del portalón de su casa.

Aquella tarde, a la salida del instituto Soledad lo vió como tantos días apoyado sobre el árbol grande de la plaza, espetándola babeante a que saliera y cogiera rumbo de regreso a su casa.
Gregorio Olalla, esa tarde la persiguió calle abajo con la mirada, y una vez Soledad hubo pasado la plaza, salió corriendo para apostarla de frente a la entrada del parque. Ella, al verlo de nuevo le apartó de su camino con decisión:

- déjame Gregorio, que yo no soy para tí, vete a tu casa.

pero él, loco de rabia por el rechazo y por el deseo, la agarró con furia por la espalda, y comenzó a frotar con frenesí su sexo contra el culo respingón de Soledad Gamboa. Enseguida notó el pulso acelerado, el acaloramiento... le sobraba la ropa... necesitaba carne, se desabrochó el vaquero para hacer lo mismo con los vaqueros de Soledad, pero en la maniobra, ella se giró, le clavó la mirada y Gregorio Olalla, petrificado, con los pantalones caídos y el pene aún erguido, dejó de hablar para siempre.