miércoles, 16 de junio de 2010

la abuela Teresa (continuación)


Volví a abrazarla cerrando los ojos, y para cuando los abrí, mi abuela ya no estaba. Miré a todos lados, salí a la cocina, al pasillo, entré en el cuarto de baño, atravesé el salón... pero no la encontraba. Me dirigí a su dormitorio y al entrar, me encontré a mi madre sentada en la cama, hundida, llorando sin consuelo mientras abrazaba aquel vestido de lunares celestes y turquesas de mi abuela... ese que le gustaba ponerse a la abuela para ocasiones especiales.
Recuerdo que nunca ví a mamá más hundida ni más pequeña, dolía verla llorar acurrucada en sí misma y abrazada al vestido... un sentimiento de ternura, o de consuelo, o de piedad, o de todo junto me invadió, me puse de rodillas cerquita de ella y sin decirle nada, la abracé, justo entonces, me dí cuenta que la abuela estaba detrás de mamá, sentada a su lado en la cama.

- Mamá, la abuela está aquí,

le dije mirando a donde estaba mi abuela, dándole claramente a entender que sólo tenía que girarse y mirar hacía atrás, pero mi madre, no paraba de llorar, tenía los ojos rojos, la cara congestionada y una mirada ausente, opaca, perdida.

- Mamá, que la abuela está aquí, con nosotras

insistí yo, pero mi madre, me cogió la cabeza con las manos y me besó en la frente... comprendí entonces, que ella no la veía, que no podía verla.
No insistí más, me levanté del suelo, le cogí el vestido de mi abuela y lo volví a colocar otra vez en el armario, me senté a su lado, enganchandome a su brazo como cuando vamos las dos andando juntas por la calle y, sin saber cómo, le dije todas aquellas palabras que, más que mías, parecían salidas de la boca del mismísimo Platón, de Sócrates, de Heráclito, de Anaxímenes... de cualquiera de aquellos filósofos griegos que yo tenía que estudiar en Filosofía y cuyas teorías tanto me costaban aprender.
No sé si fue por el efecto que mis palabras causaron en ella, o en mí misma -puesto que yo no salía de mi asombro-, pero lo cierto es que mi madre dejó de llorar, se recompuso como pudo, y a bocajarro me soltó decidida:

- Inés, voy a la cocina a preparar la merienda.

Salió del dormitorio, en la habitación nos quedamos la abuela y yo, mirándonos las dos, la una frente a la otra, y fue en aquel preciso instante en el que decidí que tenía que escribir la historia de mi abuela. Una historia, que comenzaba un veintisiete de febrero de mil novecientos treinta y siete, cuando en el nº 4 de la calle Alhóndiga, una casa del barrio de Santa Catalina, en Sevilla, ella vino al mundo, y que curiosamente, no podía acabar el catorce de mayo de dos mil diez, -día en que mataron a la abuela-, puesto que era evidente que la historia que yo tenía que contar, abarcaba muchísimo más que su vida misma.
Presta, cogí papel y boli y le dije a mi abuela:

- Abue, ya sabes que antes de morirse hay que plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Te faltaba lo de enmedio, abuela, pero no te preocupes, eso lo vamos a solucionar ahora mismo: he decidido que escribamos tu historia, y ya tengo el título "LA ABUELA TERESA".


Algunas veces, me habeis dicho si tal o cual relato va a tener continuación, os diré que éste si lo voy a continuar, pero, en vez de un relato breve -como los que hasta ahora he escrito-, haré un cuento, algo más largo... un cuento en donde imaginaré la vida de una mujer que nace siete meses después del comienzo de la guerra civil, que vive los años de la postguerra, que no puede estudiar y se casa, que en su matrimonio es lo del todo feliz que le dejan los tiempos y las circunstancias, que en su madurez se involucra en la ayuda a mujeres maltratadas, y que muere en extrañas circunstancias... y todo eso contado por su nieta Inés, que tiene dieciseis años, es una adolescente como cualquier otra de su edad, pero que puede ver a su abuela muerta, hablar con ella, abrazarla, reir con ella, tocarla... porque Teresa, muerta y todo, ha decidido quedarse en este mundo durante un tiempo... Va a ser mi primera historia larga, es la "tarea" que voy a asignarme para el verano, !a ver cómo me sale!


domingo, 13 de junio de 2010

la abuela Teresa


Tras el sepelio, que pese a que se había solicitado fuese lo más íntimo posible, convocó en Iglesia y cementerio a una ingente cantidad de personas de lo más variopintas, sólo quedaba ir a la casa, a recoger y ordenar esas cosas personales de la abuela que, tras su partida, habían capturado sus últimos instantes de vida.
Al ir hacía la casa con mi madre, notaba -según nos íbamos acercando-, como que a mi madre le costaba trabajo andar, llegar a esa casa, abrirla por primera vez sabiendo que ella ya no estaba allí, que ya no estaba y no lo estaría nunca.
Cuando llegamos, recuerdo que mamá respiró muy hondo antes de sacar de su bolso las llaves y abrir la puerta, y recuerdo también, lo chocante que a mí me resultó ver esa puerta cerrada a cal y canto, pues la casa de mi abuela siempre estaba abierta de par en par, abierta y llena a rebosar de vida, con todas aquellas acogidas que respiraban paz aún sus caras hinchadas, sus ojos morados y sus labios partidos... la casa de la abuela, pertenecía a una red de casas de acogida para mujeres maltratadas.

Ya dentro de la casa, el silencio y la oscuridad me dieron frío, miré a mi madre, pero ella, infinitamente triste, no estaba como para encargarse de mí, era natural, necesitaba su duelo.
Asumir la muerte de una madre no era lo mismo que asumir la muerte de una abuela, no me había dado cuenta antes de ésto, pero, es cierto que yo estaría aún más hecha polvo si se hubiera muerto mamá, pese a lo muchísimo que quería a la abuela... no quise seguir con este pensamiento macabro, ya que me horrorizaba la sola idea de perder a mi madre, y rápidamente, con la mirada la busqué, al verla, me tranquilicé... ella, estaba en el salón, de pie frente a las estanterías, y miraba y tocaba muy despacito todos esos libros, fotos, figuritas, dibujos... los innumerables cachivaches que llenaban de vida las estanterías de mi abuela.
Dejé a mamá en el salón, absorta como estaba en los recuerdos, y decidí marcharme arriba, a la azotea, pero justo al pasar por la cocina, la ví: estaba en el fondo del patio regando las macetas.
Recuerdo que no me impresionó demasiado ver a mi abuela allí, en el patio regando sus macetas, porque ya había oído muchas veces que los muertos permanecen un tiempo entre sus cosas antes de marcharse del todo.
Atravesé la cocina y al llegar al patio la llamé:

- !Abuela!

ella, se giró, dejó la regadera y me abrió los brazos como siempre, corriendo fui a abrazarla, sí, era ella, mi abuela, sí, era su olor, su suave piel, su pelo, sus brazos, sus pendientes largos de coral, sí, mi abuela, era mi abuela Teresa.

- Que guapa estás, le dije

!menuda tontería ¿verdad?, cómo se me ocurriría decirle ésto, decirle a una muerta que estaba guapa!, supongo que serían los nervios, o quizá la emoción de un encuentro inesperado, ella, me sonrió bonachona, con esa sonrisa suya de siempre y yo, a la carga otra vez, le pregunté:

- ¿Vas a quedarte mucho tiempo aquí, abuela?

francamente, no sé donde estarían mis neuronas en aquellos momentos, y, no puedo entender como se me ocurrió preguntarle una cosa así, tan carente de tacto... no me doy crédito a mí misma, pero así fue, increíble pero cierto. Mi abuela, parsimoniosamente, mirándome mientras me colocaba el pelo detrás de los hombros, me respondió:

- Voy a quedarme un tiempo.


... CONTINUARÁ en la siguiente entrada


lunes, 7 de junio de 2010

resulta que un buen día



Estaba frente al espejo, aún desnuda tras la ducha, secándose parsimoniosamente el pelo, cuando de pronto, se notó que un pecho le desnivelaba el cuerpo, como si se hubiera cebado con él especialmente la Ley de la gravedad.
No había apreciado antes esa manifiesta caída en picado, pero al constatarla, cogiéndose el pecho para colocarlo en su lugar, notó que algo duro como una piedra tiraba de él para abajo... se negó a seguir tocando al intruso, pero desde sus adentros, con una voz enérgica y racial le gritó: !maldito, no pienso descontar a valor presente lo ocurrido, voy a sacarte de mí, te lo juro, esta guerra, por mis ovarios que te la gano con creces!

Quiero dedicarle esta entrada especialmente a Luz, y a tantas y tantas mujeres que un buen día descubren que tienen un intruso en su pecho. A todas ellas, mujeres valientes, luchadoras con uñas y dientes contra ese cáncer maldito y casi siempre silente, que desde luego, no va a poder con ellas: !ánimo supercampeonas!