Volví a abrazarla cerrando los ojos, y para cuando los abrí, mi abuela ya no estaba. Miré a todos lados, salí a la cocina, al pasillo, entré en el cuarto de baño, atravesé el salón... pero no la encontraba. Me dirigí a su dormitorio y al entrar, me encontré a mi madre sentada en la cama, hundida, llorando sin consuelo mientras abrazaba aquel vestido de lunares celestes y turquesas de mi abuela... ese que le gustaba ponerse a la abuela para ocasiones especiales.
Recuerdo que nunca ví a mamá más hundida ni más pequeña, dolía verla llorar acurrucada en sí misma y abrazada al vestido... un sentimiento de ternura, o de consuelo, o de piedad, o de todo junto me invadió, me puse de rodillas cerquita de ella y sin decirle nada, la abracé, justo entonces, me dí cuenta que la abuela estaba detrás de mamá, sentada a su lado en la cama.
- Mamá, la abuela está aquí,
le dije mirando a donde estaba mi abuela, dándole claramente a entender que sólo tenía que girarse y mirar hacía atrás, pero mi madre, no paraba de llorar, tenía los ojos rojos, la cara congestionada y una mirada ausente, opaca, perdida.
- Mamá, que la abuela está aquí, con nosotras
insistí yo, pero mi madre, me cogió la cabeza con las manos y me besó en la frente... comprendí entonces, que ella no la veía, que no podía verla.
No insistí más, me levanté del suelo, le cogí el vestido de mi abuela y lo volví a colocar otra vez en el armario, me senté a su lado, enganchandome a su brazo como cuando vamos las dos andando juntas por la calle y, sin saber cómo, le dije todas aquellas palabras que, más que mías, parecían salidas de la boca del mismísimo Platón, de Sócrates, de Heráclito, de Anaxímenes... de cualquiera de aquellos filósofos griegos que yo tenía que estudiar en Filosofía y cuyas teorías tanto me costaban aprender.
No sé si fue por el efecto que mis palabras causaron en ella, o en mí misma -puesto que yo no salía de mi asombro-, pero lo cierto es que mi madre dejó de llorar, se recompuso como pudo, y a bocajarro me soltó decidida:
- Inés, voy a la cocina a preparar la merienda.
Salió del dormitorio, en la habitación nos quedamos la abuela y yo, mirándonos las dos, la una frente a la otra, y fue en aquel preciso instante en el que decidí que tenía que escribir la historia de mi abuela. Una historia, que comenzaba un veintisiete de febrero de mil novecientos treinta y siete, cuando en el nº 4 de la calle Alhóndiga, una casa del barrio de Santa Catalina, en Sevilla, ella vino al mundo, y que curiosamente, no podía acabar el catorce de mayo de dos mil diez, -día en que mataron a la abuela-, puesto que era evidente que la historia que yo tenía que contar, abarcaba muchísimo más que su vida misma.
Presta, cogí papel y boli y le dije a mi abuela:
- Abue, ya sabes que antes de morirse hay que plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Te faltaba lo de enmedio, abuela, pero no te preocupes, eso lo vamos a solucionar ahora mismo: he decidido que escribamos tu historia, y ya tengo el título "LA ABUELA TERESA".
Algunas veces, me habeis dicho si tal o cual relato va a tener continuación, os diré que éste si lo voy a continuar, pero, en vez de un relato breve -como los que hasta ahora he escrito-, haré un cuento, algo más largo... un cuento en donde imaginaré la vida de una mujer que nace siete meses después del comienzo de la guerra civil, que vive los años de la postguerra, que no puede estudiar y se casa, que en su matrimonio es lo del todo feliz que le dejan los tiempos y las circunstancias, que en su madurez se involucra en la ayuda a mujeres maltratadas, y que muere en extrañas circunstancias... y todo eso contado por su nieta Inés, que tiene dieciseis años, es una adolescente como cualquier otra de su edad, pero que puede ver a su abuela muerta, hablar con ella, abrazarla, reir con ella, tocarla... porque Teresa, muerta y todo, ha decidido quedarse en este mundo durante un tiempo... Va a ser mi primera historia larga, es la "tarea" que voy a asignarme para el verano, !a ver cómo me sale!